ELOGIO DE LA
LECTURA Álvaro Mutis,
2007
Leer un libro es volver a nacer. Es el camino para apropiarnos de un mundo y de una visión del hombre que, a
partir de ese momento, entrar a formar parte de nuestro ser. Una lectura disfrutada con riqueza y plenitud es la
conquista más plena que puede hacer un
hombre en su vida. Hay una condición esencial que hará que este regalo de los
dioses sea para siempre.
La lectura debe causarnos placer.
Un placer que venga de los más hondo del alma
que ha de quedarse ahí intacto y disponible. Esto nos llevará a otro de los dones que concede la lectura y es la relectura. Así, volver a leer un libro tendrá siempre una condición reveladora y es esta: a cada lectura el libro se nos va a presentar con un nuevo rostro, con nuevos mensajes, con otros ángulos para percibir el mundo y los seres que lo pueblan.
Un placer que venga de los más hondo del alma
que ha de quedarse ahí intacto y disponible. Esto nos llevará a otro de los dones que concede la lectura y es la relectura. Así, volver a leer un libro tendrá siempre una condición reveladora y es esta: a cada lectura el libro se nos va a presentar con un nuevo rostro, con nuevos mensajes, con otros ángulos para percibir el mundo y los seres que lo pueblan.
Suele hablarse en estos tiempos de la desaparición del libro por obra de
tecnologías aparentemente inevitables. Grave error el pensar así. El libro
acompañará al hombre hasta su último día sobre la tierra. Sencillamente porque
ha sido la
más alta representación de la presencia del hombre en el universo.
Cuidemos el libro, amemos el libro, en el libro se esconden las más secretas
claves de nuestro paso por la tierra, el más absoluto testimonio de nuestra
esencia como hombres. El libro es el mensaje de un mas allá cuyo rostro no
acabamos de percibir.
TAMPOCO A MÍ ME GUSTA (Elogio adolescente de la lectura) Javier Rodríguez
Marcos, 2004
En todas las infancias hay una tía
soltera.
En la mía había dos. Por eso desconfío de los elogios de la buena conducta,
porque detrás de toda tía soltera siempre hay un consejo que nadie le ha pedido
pero que se repite, pero que se repite. El de aquellas tías mías era: “No llegarás a nada. Lee,
muchacho”.
Por supuesto, lo último en lo que piensa alguien a los catorce años es en
seguir de cerca los consejos de nadie. Como mucho, de lejos, por encima del
hombro, desconfiando. El mundo
es suyo y suya es la sabiduría que cabe en su ignorancia.
A mí
tampoco me gustaba leer. Ya lo han adivinado. Recuerdo aquellos días. Los
recuerdo porque yo era feliz. Tenía catorce años, dicho queda. Leer me parecía, como poco, aburrido. Era lento, pesado,
interminable, inútil. Todavía sigue pareciéndome inútil. La vida
no es mejor, pero es más ancha ahora. Eso
quería decir. Feliz, catorce años. Un final repentino del verano. Nada que
hacer. Un libro despistado. La suerte estaba echada. Desde entonces no hay día
en que no me pregunte: ¿Por qué leer?
Leer no
hace mejor las cosas, hay que decirlo pronto, pero mejora mucho, valiente
paradoja nuestra vista cansada, nuestra visión del mundo. Leer es una forma de ensanchar nuestro asombro. Y el asombro no es más
que la forma más grande que existe de estar vivo. Es una garantía contra el
aburrimiento, contra la prepotencia, contra la pobre creencia de que todo está
en deuda con nuestros grandes méritos. “Que nadie es más que otro si no hace
más que otro”, dice, sabio, el Quijote.
Un
libro es un depósito de momentos felices, un lugar donde la vida es justa, un
refugio. La emoción es refugio, la memoria, también. No otra cosa es un libro: emoción y memoria. Alguien dijo que un
hombre que hubiera vivido un solo día en libertad habría atesorado recuerdos
suficientes para pasar el resto de su vida en la cárcel. A veces pienso en
situaciones extremas. No en bibliotecas cómodas llenas de libros nuevos. Pienso
en un hombre solo y en un solo libro. Ni siquiera en un libro: en su recuerdo
apenas. A eso me refiero cuando hablo de refugio. ¿No lo es, en medio de lo
peor del día, el recuerdo de los días felices? Eso es también un libro. El
lugar en el que alguien ha escrito que nunca estamos solos.
Un
partido de fútbol –recuerdo todavía de aquel verano de los catorce años- es mucho más intenso cuando uno conoce las reglas, la estrategia, el nombre
de algunos jugadores. Pues bien, los libros también tienen un poco de
instrucciones de uso de la vida. No dicen, por supuesto, cómo hay que vivirla, sólo nos hacen libres para montar las piezas de
este rompecabezas gratuito e impagable, vertiginoso como un salto mortal.
A veces las palabras
más llenas de sentido son también las más vanas. Libertad, eso dije. ¿Por qué
leer, en fin? Porque nos hace libres. Libres para saber que nuestra vida es
nuestra. Para saber también que no toda la gente ha tenido la misma suerte que
tuvimos nosotros. Para saber que esa suerte imprevista no nos hace mejores. Ni
complejo ni orgullo: instrucciones para ponerse un tiempo en los huesos de
otro, en la piel de cualquiera.
Valgan grandes
palabras por grandes ocasiones: compasión.
Leer
sirve de poco si no sirve a la vida. Hay eruditos para los
que diez mil libros no son más que una cifra. Sabio es el que transforma un dato en una idea para volverlo humano. Por eso toda biblioteca es antes un taller que un
almacén, más viña que bodega.
“Tampoco a mí me
gusta / pero al leerla / con absoluto desprecio / encontramos, al fin, / sitio
para lo auténtico”. Así habla Marianne Moore en un poema titulado “Poesía”. A
veces pienso, y pienso en el escándalo que sería para mis tías, que a los
libros les conviene un poco de desprecio. Una lectura sin hacer concesiones. Es
allí donde dan sus frutos más cuajados.
¿Por qué leer? La
pregunta persiste.
Porque
nos hace humanos. Y libres, compasivos. Y felices a veces. Y porque en ocasiones tampoco cuesta tanto, por más que
cueste un mundo, dar la razón a nuestras tías solteras.
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